J
osé Bergamín (1895-1983), autor de inteligentes ensayos taurinos como El arte de birlibirloque, soltó esta perturbadora frase: Una corrida de toros es un espectáculo inmoral, por consiguiente, educador de la inteligencia
. Lamentablemente la inmoralidad menos imaginativa y las moralidades más escasas de inteligencia o incluso contra esta, permean el confundido planeta.
Una consulta de los poderes públicos pone a votación de una parte de la ciudadanía la aprobación o rechazo de un acto o una decisión de interés colectivo, no sectorial ni de facciones, independientemente del conocimiento que la persona consultada posea sobre el tema. Es sinónimo de plebiscito, procedimiento que, salvo excepciones, avala medidas tomadas por el poder con anterioridad.
Lo que sobra aquí son temas de consulta popular sobre añejos y notorios fraudes e incumplimientos diversos en los que la ciudadanía resulta directamente perjudicada, entre otros: la Federación Mexicana de Futbol y sus negociazos, proporcionales a sus ridículos en las canchas nacionales y extranjeras; la mezquina programación de los intocables concesionarios de radio y televisión, en un país urgido de capacitación y de conciencia cívica, a merced de medios socialmente irresponsables; las ciencias de la pavimentación, repavimentación y señalización de vialidades; la inequitativa disponibilidad del agua, y tantos más.
Tras la zarzuelera prohibición de festejos taurinos en la Plaza de toros México por la demanda de un grupito de animalistas, presentada en mayo de 2022, ante el sensible juez de distrito Jonathan Bass, convencido de que las corridas de toros atentan contra un medio ambiente sano ( sic que contaminó todo el orbe), el pasado 6 de diciembre la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) revocó tan arbitraria sentencia. Por sentido común el derecho humano a un ambiente sano exige respirar aire limpio, acceder a fuentes de agua potable, tener alimentos de calidad y contar con un lugar digno donde vivir, por lo que responsabilizar al milenario culto táurico de atentar contra ese sueño es confundir las hojas con el rábano o el culo con las témporas, como decía un catedrático.
En su mañanera del viernes 8 de diciembre el presidente Andrés Manuel López Obrador algo se ocupó del tema, no por cuestionamientos de comunicadores taurinos, que ninguno asistió, sino ante las embestidas de una atribulada animalista que solicitó el apoyo a los derechos de los animales y repitió, entre otras falacias, que los antitaurinos no tienen dinero. El mandatario respondió que es la ciudadanía de la capital del país la que habrá de decidir, mediante consulta, si las corridas de toros deben proseguir o prohibirse en esta ciudad, pues el asunto no debe quedar sólo en una decisión de servidores públicos o legisladores sino conocer qué opinan los demás, porque yo represento al pueblo
, incluidos los taurinos y su apocada gestión de la fiesta en décadas recientes, prefirió no decir.
El toro de la consulta se vuelve entonces reservón e incierto. En caso de que proceda una posible restricción de derechos humanos a costa de los derechos animales, ¿quiénes elaborarán un cuestionario imparcial y con verdadero conocimiento de causa, despojado de suposiciones y prejuicios, sobre una tradición taurina de la Ciudad de México con 497 años? ¿Cómo se determinará la muestra representativa de ciudadanos a consultar? ¿Con base en qué conocimientos, aficiones o fobias? ¿Se suprimirán los derechos de unos sin obligaciones para otros? ¿Sale más barato prohibir una expresión que vigilar a los autorregulados? Etcétera.