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La Jornada: ¿La fiesta en paz?

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▲ En la placita Arroyo el joven hidrocálido César Ruiz tuvo otra memorable actuación, recordando que la fiesta de los toros es de una entrega con celo y sello.Foto cortesía Hidalgo

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a noche del pasado viernes se llevó a cabo en la Plaza Arroyo el cuarto y último festejo de breve serial novilleril con los jóvenes José Alberto Ortega, Emiliano Osornio y César Ruiz, más un concurso de ganaderías. Salvo el astado de Pastejé, fuerte y con bravura, que apenas fue castigado en varas, el resto acusó mansedumbre y escasa calidad en su embestida, sobre todo al llegar a la muleta.

Hay cronistas rigurosos con la torería modesta y con los que empiezan y alcahuetes con los ases importados, encubriendo sistemáticamente sus abusos. Motivos tendrán pero no razones, y menos ante la urgencia de recuperar una torería nacional detenida, unos por comodinos y otros por falta de oportunidades, en un sistema taurino que apenas percibe los alfileres que lo sostienen, gracias también a la retorcida actuación de juececitos como sensibles que atienden amparos de grupúsculos antitaurinos con una diligencia que no recibe el grueso de la población. Es esa justicia payasa que asfixia a una ciudadanía humillada e impotente al tiempo que defiende con sospechosa eficacia los derechos de unas cuantas especies de animales. En verdad ofende tamaña inequidad.

Emiliano Osornio enfrentó primero un novillo largo y exigente de Pastejé al que recibió con cadenciosas verónicas, chicuelinas y media pero al que, repito, le faltó castigo al recibir un solo puyazo, llegando a la muleta con codicia y demasiada fuerza, lo que puso a prueba la cabeza y el corazón de Osornio, quien logró someter y mandar en varias tandas de la casa por ambos lados, como si le sobrara rodaje. Perdió la oreja al acertar al segundo viaje, y el arrastre lento fue excesivo. De bella lámina fue su segundo, de José Arroyo, que llegó a la muleta casi parado y con el que anduvo tan empeñoso como falto de tino en la suerte suprema, escuchando los tres avisos.

César Ruiz asegundó, si no con corte de orejas de la vez anterior, sí al desplegar de nuevo su creatividad, espontaneidad e impactante personalidad, primero ante uno bien armado de Huichapan sin transmisión, al que recibió con un farol de rodillas, verónicas hondas y precioso remate a una mano, siguió con ajustadas gaoneras y, sin dejar de sonreírle a la vida y al azar, puso primero un par al violín, otro al relance y, citando de rodillas, un increíble quiebro dejando las banderillas cortas en todo lo alto, con una tauromaquia intuitiva, exponiéndose, no exhibiéndose, con arrojo y gozo. Aguantó la deslucida embestida con quietud de torero puesto sin estarlo. Mató al segundo viaje y fue mezquina la salida al tercio cuando debió dar la vuelta por tan emocionante labor.

Al cierraplaza, de Real de Saltillo, lo recibió de hinojos con La Tlaxcalteca, creación de Nacho Márquez El Sereno, lo bregó con conocimiento de causa y remató con luminoso recorte, levantó el castoreño que había arrojado el picador Omar Morales para provocar la embestida, fundiéndose ambos en un abrazo con aroma de intemporal torería. Transfigurado, César Ruiz enseguida ejecutó con las banderillas un quiebro citando ¡de espaldas!, otro al relance y uno más de cortas, ceñidos naturales, siendo enfrontilado y maromeado al intentar el cuarto −con oportuno quite de Ortega, que apenas dijo con su mansurrón lote−, doblones enérgicos y abaniqueo preciso, media estocada, una entera, aviso y certero descabello. Apoteósica vuelta entre boinas, sombreros y botas de un joven torero destinado a ser, si lo aprovechan, el contrapeso de una fiesta adormilada y negligente. ¡Enhorabuena, inolvidable Paloma, acaba de restablecerte!

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