Mi noción del beisbol, como del resto de las actividades deportivo-empresariales, es nulo. Más que a la fanaticada, pertenezco a esos individuos cuyo cerebro no les dio para asimilar reglas, excepto una: sospechar de lo que hay detrás de lo que se nos permite ver. Mi padre me llevaba a ver jugar al equipo Club 45, de Saltillo, antecedente de los Saraperos, y las espectaculares atrapadas de un pelotero negro (¿o ya no se dice así?) de origen cubano, apodado El Babalú Pérez. “Pon atención y aprende las reglas, porque el beisbol es el deporte más inteligente que hay en el mundo”, me insistía sin muchas esperanzas.