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atiana Huezo, una de las realizadoras más notables en el cine mexicano actual, regresa con El Eco (2023) al largometraje documental, luego de haber incursionado exitosamente en el terreno de la ficción con Noche de fuego (2021), y resulta azaroso decidir qué parte de realidad documentada y de poesía visual ligada al relato de ficción predomina en este nuevo trabajo elaborado más a partir de sensaciones abstractas que de una crónica puntual de la vida campesina en un rincón de Puebla. ¿Hay acaso algo más inasible o indescifrable que el acto de comunión de mujeres y niños con la tierra que cultivan o los borregos que trasquilan o los animales domésticos que forman parte ya de una familia extendida?
La primera escena de la cinta muestra el rescate de una borrega del lodazal en el que está a punto de ahogarse. Poco después, el cuidado y aseo de una abuela nonagenaria revela un grado similar de entrega amorosa. Los hombres del pueblo están lejos, casi siempre ausentes, ya sea en el trabajo o en un exilio voluntario. En El Eco, nombre singular de ese pueblo entregado a las faenas agrícolas y de pastoreo, vive muy poca gente, y la educación de los hijos está a cargo de las mujeres y de los maestros, pero en especial de un sistema experimental de aprendizaje según el cual niños aventajados dan clases a compañeros de su misma edad.
En una escena emotiva una niña imparte clases, con pizarrón al fondo, a sus muñecas que toma como alumnas, como si se preparara ya a las futuras responsabilidades que le depara vivir en un lugar alejado de todo espejismo de prosperidad, dejado al abandono, y a una supervivencia diaria en la penuria.
En un cine mexicano dominado por el drama de la violencia rural, las desapariciones forzadas, los feminicidios, el narcotráfico y la corrupción, El Eco ofrece un remanso de armonía espiritual y desprendimiento generoso en medio de carencias interminables, una barricada contra la desesperanza y la amargura. Y las notas de optimismo que se desprenden del relato tienen como fondo los parajes bucólicos más sugerentes y bellos desde aquellos mostrados en El lugar más pequeño (2011), estupenda ópera prima de la directora de origen salvadoreño.
Una fotografía notable de Ernesto Pardo y la pista sonora, siempre maestra, de Leonardo Heiblum y Jacobo Lieberman, completan y enriquecen el venturoso trabajo de varios años de observación y año y medio de rodaje para este documental que prescinde de entrevistas y de cabezas parlantes, de actores y actrices, también de una narración en off, para dejar todo el espacio a los habitantes de este pequeño lugar inabarcable.
Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional a las 16 y 21 horas.
Twitter: @carlosbonfil1