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uchos años después de haber completado su Trilogía del proletariado ( Sombras en el paraíso, 1986; Ariel, 1988; La chica de la fábrica de cerillas, 1990), el realizador finlandés Aki Kaurismaki añade ahora una cuarta cinta, Hojas de otoño ( Fallen Leaves, 2023), situada de nueva cuenta en un ámbito obrero, con una historia de amor sin una deriva pesimista, marcada por un romanticismo encendido que no ignora la precariedad material de la pareja ni las maliciosas contrariedades del azar, y que apunta, pese a todo, hacia un desenlace luminoso. Se trata, ni duda cabe, de una de las realizaciones más esperanzadoras del cineasta.
Almas gemelas. Ansa (Alma Pöysti), cajera de un supermercado, es incapaz de conservar más de dos días un mismo trabajo. La idea de ver cómo la cadena comercial para la que labora desperdicia cada día grandes cantidades de comida por sus fechas de caducidad, irrita su sentido elemental de justicia social. Cuando ella intenta guardar en su bolso uno de estos productos y es descubierta y amenazada de despido, acelera gustosa el trámite y rápidamente se descubre en la calle. Su providencial encuentro en un bar de karaoke con Holappa (Jussi Vatanen), un recolector de basura que compensa sus rutinarias faenas laborales con momentos de parco esparcimiento y una ingesta inmoderada de alcohol, hace que una chispa romántica se encienda muy pronto entre los dos.
Con su característico tono de humor seco y su infaltable galería de personajes con rostros inexpresivos, Aki Kaurismaki ofrece en Hojas de otoño el relato agridulce de un incipiente entendimiento amoroso que se verá contrariado por las circunstancias. Luego del primer flechazo entre Ansa y Holappa, mismo que alcanza la culminación en una sala de cine, viene una cita frustrada por el trozo de papel con la dirección de la joven que el protagonista pierde al no percatarse de que una ráfaga de viento lo ha hecho volar por los aires. La película se sitúa en el presente, como lo hace notar la señal de radio que informa sobre Zelensky, Putin y la guerra de Ucrania, pero todo remite a un hipotético pasado o a un tiempo detenido: el obsoleto aparato de radio, la vieja rutina del cortejo amoroso con mensaje sentimental guardado en la cartera y no en el dispositivo electrónico de un celular, la alusión a películas del francés Bresson (inspiración declarada del realizador) o del estadunidense Jim Jarmusch ( Los muertos no mueren, 2019), y el recurso a la siempre sugerente Serenata de Schubert o a un desgarrado tango de Carlos Gardel. Anacronismos muy deliberados en varias escenas y un juego temporal que recuerda la estrategia narrativa utilizada por Christian Petzold en En tránsito (2018) donde los años 40 de la ocupación nazi en Francia se traslapaban con la época presente para mejor puntualizar, mediante una elaborada manipulación escénica, la vigencia o actualidad de un mismo tema a través del tiempo.
En el caso de Hojas de otoño, es por medio de una historia de amor vista bajo el prisma de una vieja cinefilia, como se reivindican los rituales olvidados del cortejo sentimental –al estilo de algunas obras de la nueva ola francesa–, los del Antoine Doinel de las cintas románticas de Truffaut (no es un azar que Jean-Pierre Léaud haya sido protagonista de Kaurismaki en Contraté a un asesino, 1990), aunque realzado todo con un fuerte componente social que es tributo nostálgico a la noción del proletariado, esa otra reliquia vintage en nuestros aciagos tiempos de ultraderechas. El disfrute de la cinefilia es aquí evidente, casi tanto como la muy emotiva crónica de estos nuevos pobres amantes. Dueño de una veintena de obras muy sólidas y siempre entretenidas, Kaurismaki ofrece en Hojas de otoño una muestra elocuente de que el cine puede no sólo interpretar de modo novedoso una realidad social, sino también marcar y dar ánimos nuevos a no pocos destinos amorosos.
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